Nov 30, 2023

La geometría de un encuentro

Arte, etnobotánica y cocina con la comunidad Iskonawa en Callería

Por

Macarena Tabja

La amazonía tiene una dualidad que se entiende cuando la vives. El tiempo pasa, pero se siente quieto. La vida diaria se deja llevar por los ritmos de la naturaleza y el clima, fluyendo en armonía con el entorno. Los árboles, masivos, y los ríos serpenteantes crean ecosistemas para la multiplicidad de vidas que los ocupan. La diversidad de sonidos que se escuchan van cambiando conforme pasan las horas del día y la noche, pero nunca se apagan. En este territorio megadiverso, las oportunidades son muchas, pero también los retos. Las distancias son largas y los accesos limitados. Así, nos sumergimos en la selva baja peruana con dirección a Callería, en el departamento de Ucayali. Vamos con emoción por las posibilidades de conexión que puedan surgir de este encuentro con personas, alimentos y culturas.

Partimos desde la laguna Yarinacocha hasta desembocar en el río Ucayali, una carretera fluvial de aguas lodosas que vitalizan a la vegetación corriendo en paralelo con el río. Garzas blancas como papeles posan sobre las copas de los árboles y en las orillas de las playas que se formaron en la estación del verano y que ahora en invierno comienzan a desaparecer nuevamente bajo el agua creciente. El calor y el ruido del motor conspiran para mantenernos en silencio y concentrarnos en el paisaje que se abre ante nosotros. Nos esperan cinco horas de viaje hasta Callería, tiempo que cambia según las condiciones del río que, a su vez, dependen de las lluvias y los vientos. Dentro de esta embarcación, como en la selva, hay diversidad: va una cocinera, una gestora cultural, un director de arte y una fotógrafa. Convergen diferentes miradas y conocimientos en búsqueda de aportar una visión interdisciplinaria de lo que vamos a experimentar juntos. Al dejar atrás el Ucayali y entrar a la comunidad de Callería a través del río que lleva su mismo nombre, al sol que nos había acompañado durante todo el trayecto, lo reemplaza una lluvia torrencial. No sorprende, la impredecibilidad es parte del complejo mundo amazónico. En medio de la tormenta desembarcamos y guiados por el instinto comenzamos a correr, para luego desacelerar nuestros pasos y dejarnos mojar, entregándonos a la experiencia como se presente.

Garza blanca, Ardea alba, sobrevolando el río Ucayali.

Comunidad de Callería, región amazónica de Ucayali.

Llegamos a la casa de Luz Maritha. En su mesa hay platos servidos. Las hojas de bijao previamente asadas en la leña contienen carachamas obtenidas de la mitaya (como se le conoce a la pesca y a la caza) ahora convertidas en patarashca. Para acompañar, yucas hervidas, jugo de carambola y las ansias de los primeros encuentros. Luz Maritha Rodríguez es artista iskonawa y una de las pocas habitantes que quedan de esta población indígena. En números, representan la población más pequeña del Perú. De acuerdo al censo del 2017, solo 22 personas se autoidentifican como iskonawas. El arte de Luz Maritha se inspira en las historias que le ha contado su abuelo desde que era una niña y las comunica a través del uso de los recursos naturales que tiene alrededor, de las cortezas y el barro. El encuentro con ella surgió a partir de un puente humano, de un vínculo de confianza ya construido. Esta vez fue Roberto Zariquiey, lingüista y colaborador de Mater, quien ha dedicado casi 20 años a mantener vivas las lenguas originarias de la amazonía peruana, entre ellas el iskonawa. Junto a ella y en su casa, abrieron la Escuelita Iskonawa, a donde van los niños para aprender esta lengua. Van incorporando a su vocabulario palabras de uso cotidiano y, sin saberlo, se vuelven salvaguardas de un legado cultural que lucha por mantenerse vivo. La escuelita también recibe a niños shipibo-konibo y así, entre juegos y palabras, se van entretejiendo los hilos interculturales de estas dos poblaciones indígenas que ya comparten mucho más que un territorio.

Patarashca de carachama.

Las historias transmitidas por los pocos mayores que aún quedan con vida se cuentan en iskonawa, pero esos relatos cargados de valiosa sabiduría encuentran cada vez menos receptores. La integración de los más jóvenes con la población shipiba está creando una nueva cultura, diluyendo las palabras y con ellas la identidad iskonawa. Crece entonces el miedo a olvidar, a no saber de donde vinieron, quiénes son, cuál es su lugar. A través de la Escuelita, Roberto y Luz Maritha han logrado articular un espacio de conservación y transmisión de la lengua, el arte y la identidad, una suerte de banco de semillas que riegan con la ilusión de verlas germinar y propagarse para no desaparecer. Se involucran, además, otras formas de comunicar sin usar las palabras. Procesos artísticos, preparaciones culinarias, el uso de plantas medicinales son también maneras de contar historias y prolongar existencias. Recordar se vuelve un acto de permanencia.

Sin prisa, vamos probando la cocina de Luz Maritha. Aún no hemos hablado mucho, pero la empezamos a conocer a través de otras formas de conversar, como es el compartir una comida. Nosotros mismos nos re conocemos en medio de este intercambio sensorial y dejamos que cada sabor, cada ingrediente generen nuevas memorias impregnadas por contextos distintos pero que también nos unen en este presente en común. Algo se va abriendo de a pocos.

La lluvia se da una pausa que usamos para conocer este nuevo espacio. Vamos con Elías, el padre de Luz Maritha, que además también es experto en plantas medicinales. No tiene un manual de uso con instrucciones específicas, su conocimiento es heredado. No hay un registro tangible de estos saberes, los lleva impresos en la memoria y la continuidad se da en el seguir usando y seguir haciendo. Nuevamente, el acto de recordar va tejiendo puentes para la permanencia de los conocimientos y la preservación de la identidad. Mientras tanto, junto a Elías caminamos sobre esos puentes, escuchándolo, acercándonos a toda esa herencia cultural con todos nuestros sentidos. Tocamos, olemos, probamos. Aprendemos y agradecemos.

Recorrido etnbotánico en bosque de Callería

Elías nos cuenta que con las cortezas del ubo y la capirona ha podido cicatrizar grandes cortes, que el chuchuwasi no solo es un buen afrodisíaco, también cura los resfríos y el reumatismo, que con la resina del tanoni trata mordeduras de serpientes y las hojas de la malva bajan la fiebre. Que la maleza de la wachaca cura el cáncer. La distancia, entonces, entre las comunidades y las ciudades comienza a sentirse aún más larga y se hace más palpable esa dualidad inherente que coexiste en la Amazonía. Quizás el difícil acceso a un puesto de salud y los retos que esto significa jueguen un papel en la preservación de las sabidurías tradicionales, quizás la necesidad los lleva a seguir usando lo que tienen en su entorno y a seguir conectados a la espiritualidad de las plantas. Quizás.

Resina de tanoni.

Corteza de chuchuwasi.

Corteza de chuchuwasi

La geometría plasmada en las piezas de arte iskonawa dan cuenta de los caminos recorridos en la recolección de corteza del yacoshapana y de un barro escondido en el fondo del río Callería, que luego serán usados para pintar a mano sus memorias sobre una tela de tocuyo. Fragmentos de un pasado que no necesariamente han vivido, pero al que siguen conectados a través de las historias transmitidas. El arte de Luz Maritha así lo demuestra. Sus piezas hablan iskonawa fluidamente, y entonces esa lengua en extinción encuentra otras formas de dialogar y subsistir. Al narrar sus telas, denota cierta nostalgia mencionando repetidamente al Roebiri o Cerro El Cono, ese lugar al que nunca ha ido pero que reconoce como parte de su identidad. De ahí vinieron las generaciones pasadas para asentarse en Callería, sin soltar nunca la liana invisible que los vinculaba a ese lugar. Sus dibujos también son autobiográficos y dan cuenta de sus objetos cotidianos, como el batán que usa para preparar el masato o el caparazón de una motelo que sirve como bandeja, y de su entorno natural compuesto de la tierra y los ríos.

Luz Maritha Rodríguez, artista iskonawa.

A la mañana siguiente vamos trazando nuestra propia geometría en búsqueda de esa misma corteza y ese mismo barro. Nos acompañan Luz Maritha, sus dos hijos Huver, Michael, y su esposo Percy. En el río, los cuatro se sumergen y desaparecen bajo esas aguas tibias para luego reaparecer con las manos repletas de un barro negro que van acumulando dentro de la canoa. Pero no todos los barros son iguales y no es lo mismo el que está en el fondo del río del que se recoge de las riberas, a dos horas de viaje, y se usa para crear piezas de cerámica. Saber esa distinción habla de conocimientos transmitidos y de registros que son parte de la naturaleza. Con las cortezas y barro suficientes, regresamos a la comunidad. Preparamos una olla con agua en donde hervimos la yacoshapana junto a tres cáscaras de plátano y jugo de limón. Reposamos la mezcla y también nosotros, esperando a que esté lista para usar.

Luz Maritha recolectando cortezas de yacoshapana.

Cortezas de yacoshapana y ubo.

Recolección de barro en el río Callería.

Nos convoca una tela de tocuyo blanca estirada sobre el piso de madera al centro de la sala de Luz Maritha. Rodeándola y en silencio ponemos atención a los primeros trazos que delinea y vamos comprendiendo la técnica. Es nuestro turno, sumergimos los pinceles en la mezcla preparada y cuando éstos tocan la tela, aparece el color mostaza con el que la impregna. Al terminar el delineado, usamos el barro negro recolectado para cubrir por completo las telas pintadas y las dejamos secar al sol. Y así como el barro salió del río, a él regresa. Enjuagamos las telas en las aguas corrientes, que lo disuelven hacia el fondo, revelando las historias en blanco y negro.

Primeros delineados geométricos sobre tela de algodón.

Diversas representaciones y significaciones del arte iskonawa.

Las gotas que caen del cielo en nuestro ultimo día en Callería nos recuerdan al primero. Afuera, los niños juegan y juntan agua de la lluvia en baldes. Adentro, en la cocina, hay olores a pescado crudo, vegetales y leña prendida. También una creciente curiosidad por ver lo que haremos con los alimentos disponibles para el almuerzo. Se forma un pequeño grupo, entre adultos y niños, cuyos ojos brillan y se agrandan de sorpresa al vernos poner los pescados directamente sobre la rejilla de las brasas. Intuitivamente y a falta de una sartén, usamos la tapa de una olla para saltear los vegetales. Miradas de asombro pero también de aprobación. De pronto entre acciones cotidianas como picar un ajo y revolver las verduras, se genera una complicidad que se manifiesta en risas y participación. Nos acerca un lenguaje que todos entendemos, el de la cocina. Las palabras ya no son tan necesarias cuando los comportamientos se sienten familiares. Entre aromas y fuego humeante, los vínculos que se están generando terminan de sellar esa comprensión.

Melissa Loayza, cocinera y Luz Maritha intercambiando saberes y experiencias gastronómicas.

Ingredientes locales: sachatomate, sachaculantro salteado, maduros hervidos y doncella a la brasa.

Sentados de nuevo a la mesa en la cocina, ya no somos los mismos que hace unos días. Presentimos que ellos tampoco. No podemos serlo, a las ansias del inicio la reemplazan una comodidad y un repertorio de experiencias y aprendizajes que nos deja con ganas de más. Durante el viaje de regreso, vamos procesando el intercambio de estos cuatro días. Las conexiones son reales y dejan el camino abierto para muchas posibilidades conjuntas Poco antes de despedirnos, Luz Maritha nos dice en español: “nos encantó, pero supo a poco.” Entendimos que hablaba del almuerzo, pero es innegable lo oportuno de esa frase, siempre habrá tanto más por conocer.

Telas iskonawa luego de ser lavadas en agua del río.

Fotos: Camila Novoa, Verónica Tabja

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